Sunday, April 30, 2006

Beatriz Viterbo cumple años


Borges y Estela Canto

30-04-06: Domingo de sol y de prolongación de un descanso que continuará mañana.

Hoy es treinta de abril, día del cumpleaños de Beatriz Viterbo. Recordemos el estupendo homenaje que Borges le hace al arte fotográfico cuando decide visitar todos los 30 de abril la casa de la calle Garay para saludar al padre de Beatriz y a Carlos Argentino Daneri, su primer hermano.

Borges va enumerando con deleite las circunstancias de los muchos retratos de Beatriz: Beatriz Viterbo, de perfil, en colores; la primera comunión de Beatriz; Beatriz con antifaz en los carnavales de 1921... Y así, hasta llegar a ese delicioso retrato que muestra a Beatriz de frente y de tres cuartos, sonriendo, la mano en el mentón.

El breve paseo por las fotos de Beatriz es la historia sucinta de su vida. Así, conocemos de su amistad con Villegas Haedo y con Delia San Marco Porcel. El primero le regalo un pekinés. Mi amigo el Turco Najul, con su habitual ojo para el detalle proustiano, tiene un poema donde habla de un hombre entrando a una casa de la calle Garay con un perrito en sus brazos. Ese hombre no es otro que Villegas Haedo, seguramente primo de Borges, como lo indica uno de sus apellidos.

Los lectores de Borges recuerdan que esta Delia que acompaña a Beatriz Viterbo en la fotografía de Quilmes es la Delia Elena del bellísimo texto de la despedida en Plaza Once de El Hacedor. Delia San Marco Porcel, por cierto, es la autora de un valioso libro inexistente que el mismo Najul citó en la bibliografía de un importante trabajo académico contentivo de un proyecto que mereció poco tiempo después los honores de la Gaceta Oficial en Venezuela.

Friday, April 28, 2006

La Anunciación de Rothko por Fra Angelico


Rothko


MELL Y ROTKHO EN EL 50

Han salido ya del convento de San Marcos.
El la toma de la mano y miran el cielo de Florencia.


Por la dulzura de su Anunciación
y por el espacio infinito de sus frescos,
invocan, agradecidos,
el nombre de Fra Angelico.


Supieron en Roma hace muy poco
que ella dará a luz el próximo diciembre.

Un suave asombro los conmueve.

Ella sonríe
y él presagia
el nuevo brillo de sus lienzos.

Saturday, April 15, 2006

Nunca adiós al rey Acosta Bello


Hace pocos días se cumplieron 10 años de la muerte de Arnaldo Acosta Bello. Recuerdo que murió al final de una semana santa. Murió un sábado, para ser exacto. Yo lo había visto en la mañana frente al quiosko de Leo, en el centro comercial Río Lama. Arnaldo estaba dentro de su pequeño vehículo leyendo el periódico. Sé que minutos más tarde se iría para Terepaima donde participaba en una toma ecológica de unos terrenos. Alli, precisamente, moriría esa tarde. Era el 6 de abril de 1996.

Hace poco le comenté a Andrés Mejías la posibilidad de publicar en Monte Avila una antología de Arnaldo. Es cuestión de hablarlo con su hijo Federico. Que yo sepa, Arnaldo dejó dos libros inéditos (El hombre de arena y Santa Palabra) que podrían publicarse antes de la antología o incluirse en ella. No sé. Me gustaría saber la opinión de Rafael Cadenas. La obra de Arnaldo merece ser divulgada, revisitada y gustada de nuevo. El libro que Julio Miranda escribió sobre ella es una estupenda valoración de su calidad y de su temple. El pasado 6 no me acordé del aniversario de su muerte, pero sí lo recordé a él. Fue durante mi clase de El Valor de Educar. Mostraba el mapa del Estado Guárico y señalé a Camaguán. De inmediato dije que allí había nacido mi inolvidable amigo el poeta Arnaldo Acosta Bello.

Reviso viejos papeles y encuentro el artículo que escribí poco después de su muerte. En realidad, doy más bien con el texto que leí en Caracas en la librería de Monte Avila, con motivo del homenaje que le hizo el CONAC y de la presentación de Adiós al Rey. Claro, ese texto no es otra cosa que la reproducción del artículo que publiqué en El Impulso pocas horas después de la muerte de Arnaldo. Copio lo que leí en Caracas:

“Para quienes estuvimos cerca de Arnaldo Acosta Bello, es difícil, a escasos dos meses de su muerte, emprender una aproximación crítica a su obra o intentar un análisis más o menos académico acerca de la presencia de esa obra en la literatura venezolana. Tiempo habrá para que personas mejor dotadas que uno realicen esa necesaria lectura y le descubran al país la existencia de un tesoro con las pistas indispensables que ya nos deparó el excelente libro que Julio Miranda le dedicara a la poesía de Arnaldo Acosta Bello, mucho antes de su muerte, vale decir, cuando aún predominaba una injusta desatención a los trabajos de Arnaldo. Prefiero quedarme esta noche en la emoción y no se me ocurre para ello algo mejor que leerles el texto que escribí a las pocas horas de la muerte del amigo. Leo:

`Esta mañana recordé unos versos de Arnaldo que leí con verdadero deleite en el número dos de la revista Papeles. Fue en 1967. Un conjunto de poemas que luego integraría su libro Fuera del paraíso, sedujo de inmediato mi interés. Poco después me enteré de que no era yo el único lector entusiasta de esos poemas. Nada menos que Julio Cortázar proclamaría en carta dirigida a Ludovico Silva, que le habían gustado los mismos textos de Acosta Bello. Y no era para menos. El verso cargado de sensualidad, el brillo de las imágenes, cierto tono coloquial, un desenfado elegante, acaso un hermetismo que retaba nuestra curiosidad, algún misterio entrevisto en la primera lectura y no revelado en ninguna posterior, todo eso, me hizo repetir durante meses estos versos que, como dije, volví a recordar esta mañana frente al cuerpo de Arnaldo Acosta Bello en una funeraria de Barquisimeto:

Quien me hizo pez

hizo también el océano

y el cielo que me duplica.

Ambiguo y triste

a quién le importo si me aparto de los demás?

(...)

Arriba se cocina, se lee un libro,

pero abajo se ama y hay espacio para el gesto,

caminamos con un cuchillo a la cintura

nadie nos mira

y no pueden ver esta jalea tinta de besos

estos mordiscos feroces

y a ti dormida en mi pecho

silenciosa y siniestra como un barco encallado.

Desde esa lectura de Papeles busqué los libros del poeta. Así, logré obtener el inhallable Hechos, emblemático libro de los años sesenta, editado por el grupo Tabla Redonda, con ilustraciones de Ligia Olivieri. También di con el olvidado (por el autor, entre otros) Canto Elemental, correspondiente a su etapa de exilio mexicano en los cincuenta. Esperé con ansiedad Fuera del paraíso, finalmente aparecido en 1970 y lo convertí en mi compañero de viaje. Libro tras libro, fui haciéndome su amigo lejano, hasta que en 1980, en Mérida, tuve la suerte de conocerlo personalmente. Se inició entonces una amistad que agradezco como pocas, estrechada en los últimos años por su residencia en esta ciudad que, por cierto, ya le estaba resultando menos hostil, por haber encontrado recientemente un bello lugar para quedarse, más arriba de Las Cuibas, justo en el sitio donde ayer se paró su corazón.

No sé qué decir en estas ocasiones. Pienso que uno puede ser fácil presa de una retórica al uso, que con seguridad Arnaldo Acosta Bello no merece. No se avenían con él ciertos patetismos a los cuales solemos entregarnos cuando se trata de hablar de un amigo que ha muerto de improviso. Era poco dado a las candilejas. Prefería el bajo perfil, la buena sombra y el discurrir íntimo de una conversación con un amigo o la charla con algún desconocido en el mercado acerca de las previsibles excelencias de un róbalo que pensaba preparar para el almuerzo. Era un apasionado de los sentidos. Su obra literaria así lo revela. Allí es donde debemos comenzar a constatarlo y, por supuesto, a descubrirle sus tesoros, mediante sedientas relecturas o lecturas primeras que sus libros esperan todavía. Porque todo hay que decirlo: Arnaldo, uno de los más prolíficos de su generación, es también uno de los menos leídos. Acercarse a su libro de memorias La confusión del Rey Esmeralda será asistir con él a la estupenda recreación de una experiencia donde se dio por entero, con su espíritu de hombre libre, su talante sin dogmas y su pasión auténtica por la vida y por literatura.

Su afán de no protagonizar la habitual rutina de la actividad de un escritor (conferencias, lecturas, bautizos de libros, etc.) muy pronto iba a ser interrumpido. Había aceptado la proposición de la Dirección de Literatura del Conac de presentar su libro Adiós al Rey en algunas ciudades del país. También preparaba su primera conferencia. Se trataba de unas reflexiones sobre la soledad del hombre, a partir de la obra de Albert Camus. Para ello hacía lecturas y anotaciones.

Arnaldo Acosta Bello, como escritor que muere luchando por el poema de siempre, deja, desde luego, importante obra inédita. Dentro de ella, un libro de poemas titulado Santa Palabra, quizá sea su verdadero testamento literario. Porque me confió los originales, algunos para su publicación en una revista, me permito leerles este poema que no es otra cosa que una despedida:

SE LO QUE DIGO

El que no me ha ayudado a vivir

Tampoco me ayudará a morir.

No hay que prolongar este adiós.

Estoy cerca, iré a encontrar

Lo desconocido, pero desde antes, desde que este viaje

Comenzó, he recibido mensajes. Cada estación

Del Planeta, cada paisaje, cada camino

Y recodo los he recorrido no sé cuántas veces.

¿Podría extraviarme conociendo la ruta

Y reinsertarme en el tiempo como un borracho

En su desvarío?

¿Será la amapola la única flor

y el pentotal la única puerta detrás de la cual

se halla el Paraíso? ¡Paraíso! Hoy estuve tan cerca,

casi me dio en la cara esa rama de donde el viento

arrancó mis pestañas y aunque los ojos están

en su puesto, evito la existencia, evito mirar

hacia atrás, no sé, hay algo que no cuadra,

algo que es la abyección de lo que amaba

y no me sostiene, no puedo pisar.

Sé lo que digo, pero no digo lo que sé,

Debo llevarme algo y es eso precisamente

Lo que debo llevar

(A Manuel Caballero, a Freddy Castillo Castellanos)

Poco antes de que el cuerpo de Arnaldo Acosta Bello se alejara de Barquisimeto con rumbo definitivo hacia Caracas, un amigo suyo, Jesús Enrique Barrios, recordó unos versos de Vicente Aleixandre: `Con dignidad murió. Su sombra cruza`. Seamos dignos de esa dignidad. Seamos dignos de esa sombra que hoy nos cruza”.

Caracas, 12 de junio de 1996

Friday, April 14, 2006

Un soneto de Picón Salas

Rothko

14-04-06: Viernes Santo. Todavía no son las ocho de la mañana. Persiste la llovizna sobre la ciudad. Releo páginas de la biografía de Picón Salas escrita por Consalvi. ¡Qué feroces los católicos de entonces! Le hicieron imposible la vida a Picón Salas en la Caracas del año 36. Fanáticos, desde las páginas de La Religión (“amable y franciscano”, llamó con ironía el ensayista al diario católico) los curas franquistas la emprendieron contra la política educativa que proponía Picón Salas. Así, se enfrentaron groseramente a la calificada misión chilena que, traída por el merideño, daría nacimiento al Pedagógico. Fue tanto el encono contra ellos que los cultos chilenos llegaron a preguntarse: “¿Pero es ésta la patria de Andrés Bello?”. Entre los miembros de esa misión estaba el poeta Humberto Díaz Casanueva, quien pocos meses después habría de sentir en Europa la genuina solidaridad de su amigo Mariano Picón Salas, enviado como encargado de negocios a Checoslovaquia, después de que la campaña de los caníbales ensotanados hiciera su efecto en el gobierno. Pero la insidia católica no cesó y de ese cargo diplomático el escritor sería destituido al poco tiempo, no quedándole otro camino que regresar al generoso Chile...

Pasan las páginas (y los años) y ahora me topo de nuevo con uno de los Tres sonetos del desengaño, de Picón Salas. Lo copio:

Señora Muerte, ya a su cita acudo./ Caballero formal, pago promesa/ y lanzo con alegre ligereza/ en la apuesta final mi último escudo.// ¿Por qué, si convidado de su mesa/ me ofrece Su Merced, trato tan rudo/ un pan de piedra en la vecina huesa,/ para el largo dormir, lecho desnudo?// Lánguida hiedra o ácida retama/ aquí la nada empieza y voy con ella,/ roto muñón o desgarrada rama.// Hundo en arena la cansada huella/ ingrávido en la lengua de la llama/ volar quisiera a la lejana estrella”.





"Cada 14 de abril se le derraman dos lágrimas" (Serrat)


María Zambrano

A diferencia de la "muchacha típica" de Serrat, a la que cada 14 de abril se le derramaban dos lágrimas, María Zambrano siguió celebrando la primavera republicana. Hoy recuerdo nuevamente su bellísimo artículo sobre "aquel 14 de abril". Lo copio:

¡Salud y República!

Aquel 14 de abril

MARÍA ZAMBRANO

Fue tan hermoso como inesperado: salió el día en estado naciente; es decir, nació. Solamente por eso, aunque hubiera nacido otra cosa –hermosa, se entiende–, también ella tendría un inmenso valor.

En el himno de Homero, Afrodita se hace merecedora de ese mismo epíteto: “La Naciente”. Así es llamada. Y de Afrodita fue aquel día, un día naciente, donde todo nació: hasta el día, hasta las nubes, hasta la gente.

Pasaban guardias civiles llevados a hombros por el pueblo, por las gentes del pueblo de Madrid, y ellos eran felices. Los rateros se declararon en huelga; no hubo un solo hurto, por pequeño que fuera. Las personas entraban en los bares, donde pedían y pagaban; nadie intentó tomarse ni siquiera un café sin pagar. Las joyerías estaban intactas, con sus alhajas resplandecientes; nadie pensó en romper los cristales, nadie pensó en romper nada.

Creo yo que era la claridad del día. Pero si esa claridad del día se dio precisamente el 14 de abril, y si lo que nació de ese día naciente fue la República, no puede ser por azar. Fue, pues, un nacimiento y no una proclamación . Y de ese día naciente recuerdo en especial un episodio.

Las gentes sólo pensábamos –es muy cursi, lo sé, pero es verdad– en amarnos, en abrazarnos sin conocernos. Llorábamos de alegría, unos y otros, en la Puerta del Sol. Yo estaba allí cuando llegó Miguel Maura, cuando entró en el Ministerio de Gobernación. El edificio se había ido llenando de gentes, como convocadas por una especie de corona de nubes que se había ido formando en el cielo.

Era una hermosísima corona, tan hermosa que, una vez vista y contemplada, hace imposible aceptar ninguna otra corona. Se hizo sola, con esas nubes de abril que son un poco hinchadas, pero contenidamente; un poco rosadas, pero contenidamente.

Era algo tenue e indeleble a la par, algo inolvidable siendo tan leve, tan sostenido que no se sabe qué esfera celeste tenía que ser, y, de no ser celeste, lo más cerca que en este planeta puede haber de celeste.

Florecieron las banderas republicanas, florecieron no se sabía desde qué campo de amapolas o de tomillo. Hasta había perfume a campo, a campo de España. Y, entonces, todo fue muy sencillo: Miguel Maura avanzó con la bandera republicana en los brazos. La llevaba tiernamente, como se lleva un depósito sagrado, un ser querido. La desplegó y dijo simplemente: “Queda proclamada la República”. Fue un momento de puro éxtasis.

Unas horas más tarde, no muchas, mi hermana Araceli, junto con su marido, con mi padre y conmigo, fuimos a Telégrafos. Entraron los hombres para poner algunos telegramas, y nos quedamos mi hermana y yo, solas, en la plaza donde no había nadie, debajo, por azar, de un reverbero blanco de luz, de una blancura incandescente, de una blancura que yo nunca más he vuelto a ver.

Llegó un grupo de hombres, de indígenas, de gente de aquí, salida, como salía todo en aquel momento, de una tierra feliz, de una tierra que estuviese comenzando a salir de la maldición bíblica, si es que de verdad nos han dicho aquello de “parirás con dolor”. Parecía que ya la tierra no tendría que parir nunca más con dolor, sino con gloria, y que todo sería amor, unión entre el cielo y la tierra. Y llegaron aquellos hombres pequeñitos, españoles, indígenas. Vinieron hacia nosotras, hacia mi hermana y hacia mí, con esa timidez que tienen todos los seres que nacen como es debido y, al mismo tiempo, llenos de confianza.

Éramos señoritas. Íbamos vestidas de señoritas. Mi hermana todavía podía pasar, pues llevaba un abrigo rojo, que ella no se encargó para la ocasión. Pero yo iba de azul celeste, color nada revolucionario. Y se acercaron casi como de puntillas, y, mirándonos, nos dijeron: “¡Viva la República!” Y nosotras, con alegría, y dándoles más espacio de cordialidad y de entendimiento, contestamos. Entonces volvieron a decirlo cada vez con mayor júbilo, al ver que nosotras participábamos y nos uníamos a ellos a pesar, creo yo que pensarían, de ser dos señoritas.

Uno de aquellos hombres, que llevaba una camisa blanca, se destacó. Sería por azar, pero estaba colocado debajo del reverbero blanco; así que la blancura de su camisa era ultraterrena y, al mismo tiempo, terrestre, porque todo era así, nada era abstracto, nada era irreal, todo era concreto, real, vivo, la mismísima realidad, la felicidad.

Artículo publicado en “Diario 16” el 14 de abril de 1985, unos meses después de su regreso definitivo del exilio

Thursday, April 13, 2006

¡Que no nos cierren el Británico!


Bar Británico

El Parque Lezama y sus fantasmas, la calle Brasil y los suyos, San Telmo completo y todos los lectores de Ernesto Sábato hemos salido en su defensa.

Martín y María Antonia quieren seguir bebiendo submarinos en sus antiguas mesas.

No hay derecho a que nos priven de los mitos.

Nos vemos esta tarde en la mesa que está frente a la B.

Wednesday, April 12, 2006

Vistos por Lavista


Paz y Borges. Paulina Lavista

Estaban en México. No sé si Paulina Lavista ya había retratado a Borges en Teotihuacan. Tal vez. Dicen que Borges estaba de muy buen humor por esos días. La foto de Teotihuacan es insuperable, pero ésta me gusta mucho por la mano de Paz que habla, que recita y que le dice a Borges a qué sabe la chía. Me gusta también por la presencia oracular del ciego y porque están los dos: el álgebra y el fuego, el arco y la lira.

Sunday, April 09, 2006

Anotaciones para la comprensión de Venezuela


Mariano Picón Salas

Una referencia de Carrera Damas me impone la búsqueda del “Mariño” de Caracciolo. Una página de Consalvi me lleva a otra de Augusto Mijares sobre los gendarmes. Una frase de Mijares me conduce a Antonio Arráiz. Y una de éste a Enrique Bernardo Núñez. Paso de los ensayos a la narrativa y de ésta a la poesía. Así, de Armas Alfonzo voy a Ramón Palomares y la poesía termina llevándome al mágico lugar de los geógrafos donde encuentro un mapa iluminado por Marco Aurelio Vila. Y ahí me detengo por ahora...

...y hago anotaciones desde Lara, desde el soberbio soneto de Luis Beltrán Guerrero (Por suave loma y calva serranía/ implorando bautismos celestiales:/ Crisma de brisas, yodo, hielo y sales:/ copa de espinas, bastos de agonía.// Madera la cruz, cirio del día/ velando los occiduos funerales,/ sebastián de los santos vegetales/ cuyo martirio mismo es alegría.// Nunca fuera tu amor decepcionado/ porque así la conoces y la quieres:/ pobre, dura y reseca, allí plantado;// ni el dolor del cilicio exasperado,/ al hombro las saetas, y no hieres,/ cardo benigno del terrón soleado”; desde el río Morere, que se seca, si el verano es dilatado, según dijo Oviedo y Baños y repitió Luis Alberto Crespo en su inolvidable primer libro.

Desde el Turbio de Lope de Aguirre, y bajo los cielos de Guachirongo que son ahora los cielos de José Luis Ochoa, escribo.

Escribo desde El Tocuyo, desde el siglo XVI y desde algún verso de Alcides Losada grabado en la ciudad de piedra. Y la palabra de Alcides me lleva al Valle de las Damas y me topo allí con la poesía de José Parra y con alguna descripción de Federman.

Entre los dioses vegetales del Yaracuy leo a Jiménez Sierra cuyos versos había traído en mi mapire de la Casa de las Letras desde Atarigua, la sumergida.

Escribo ahora desde la geografía espiritual de Felipe Massiani.

Escribo desde la geografía trashumante de la copla popular: “Yaracuy es tierra buena/ pero no para vivir./ Barquisimeto y Carora, para dentrar y salir”.

Escribo desde Puerto Cabello, pero antes lo había hecho desde El Cambur, pueblo de mujeres de vida alegre que gravitan espectrales en unos versos memorables de Alejandro Oliveros (“Al puerto se llega, por tierra, desde/ Valencia, después de hacer pie en El Cambur,/ sitio de mujeres de vida alegre,/ y en El Palito, donde el océano rompe/ contra una negra piedra que, se dice,/ viene a ser morada de monstruos”.

Cuando escribo desde Puerto Cabello lo hago al pie de una página del Cumboto de Díaz Sánchez. Una pareja de cantantes españoles y su hija me saludan en el Hotel Cumboto.

Escribo después desde Valera, desde mi Valera remota de los sesenta. Estoy frente al hotel Haak. Veo una montaña. Balbino abre la puerta de la camioneta. Sigo viendo la montaña pero no tengo ni idea de que estoy viviendo un poema y haciendo de Valera una imagen imborrable.

Escribo interminablemente desde Cumaná. ¡Ay Cumaná quién te viera!. Te veo en la poesía de tus grandes, en la de Ramos Sucre y en la de Andrés Eloy. Te veo ver a Armando Zuloaga Blanco cayendo en tu calle larga. Te veo en los recuerdos de Arnaldo Acosta Bello, en las fabulaciones perdurables de Benito Yrady y en la narrativa universal del oriente que nos legó Alfredo Armas Alfonzo, fundador indiscutido del Unare.

Escribo desde Angostura. Desde las letras de Guillermo Sucre y de Luis García Morales, mientras los pájaros de Sanoja Hernández cantan febriles por toda la selva de Canaima.

Escribo desde Caracas. Son las siete de la mañana. Estoy en el apartamento de Luisana, en los Palos Grandes. Me asomo al balcón y desde un verso de Aquiles Nazoa digo: “Buenos días, señor Avila, ¿leyó la prensa ya?”.

(...)